¡¡Joselito!! |
El 28 de noviembre de 2013 ABC de Sevilla publicó en su sección Tribuna Abierta un excelente artículo del crítico taurino y escrito Álvaro Pastor Torres titulado Joselito vuelve a la Alameda.
Marzo de 1916, una mañana de intensa niebla a principios de la cuaresma. José Gómez Ortega, Gallito en los carteles, se recupera en su casa de la Alameda de los Hércules de unas calenturas que lo han tenido al borde de la muerte, como ya le ocurrió también tres años antes. La señá Grabiela anda en el oratorio rezando el rosario sobre un reclinatorio —el que hoy está en la capilla de la plaza de toros hispalense— para implorar a la pequeña Virgen de la Esperanza la curación de su benjamín, que como este Viernes Santo no podrá salir de nazareno en la Macarena por su estado, sí recibirá en la puerta de su casa la visita de la cofradía de la Soledad, de la que ella es camarera y benefactora. Apoyado en la barandilla del balcón del primer piso — que antaño vio asomarse al machadiano Cara-ancha, su antiguo propietario— José contempla el paseo que mandó urbanizar el conde de Barajas, y entre las brumas de la mañana, justo antes de las columnas coronadas por leones heráldicos que puso el ilustrado asistente Larumbe, ve cómo se yergue, entre el viejo caserío encalado de la acera frontera, la torre de don Fadrique. Antonio Petit y José María del Rey, tan gallistas, tan enamorados de las cosas de Sevilla, le han contado las leyendas que en torno a ese lugar nacieron: los amores incestuosos del fogoso infante castellano con su madastra, la bella doña Juana de Ponthieu; los envites libidinosos del desequilibrado don Pedro I de Castilla a doña María Fernández Coronel o el milagro del olivo que creció rápidamente para ocultar la castidad de esa misma doña María. El torero piensa cuántas locuras se hacen por amor y suspira fuertemente para sus adentros pensando en Guadalupe, su anhelo imposible, la hija del ganadero Felipe de Pablo Romero.
Casi un siglo después José vuelve en espíritu por esa Alameda que tanto lo lloró el día que colgaron negros crepones de los Hércules y ocho caballos negros —como los del coche fúnebre de su admirado Espartero— lo condujeron al camposanto de San Fernando. Sus cuadros, los bordados de sus trajes que acabaron en una saya de la Macarena, sus objetos personales, los carteles de seda que proclaman sus hazañas temporada a temporada, el espadín que le regaló Alfonso XIII y hasta el chaleco recamado con golpes de alamares que llevaba la trágica tarde de Talavera —purificado por la sangre redentora— se exponen estos días en el antiguo monasterio de Santa Clara, entre paneles de azulejos seicentistas y la esquila muda que no llama ya al rezo de las horas canónicas, mientras la fuente derrama su lamento sobre el sepia de las viejas fotografías de Serrano que narran cómo sometía a los toros por abajo en la desdichada Monumental de San Bernardo o los desplantes con que se atrevía.
El espíritu medieval de fray Álvaro Peláez, obispo de Silves en el reino de los Algarves, que espera pacientemente la resurrección de la carne junto a la sala de profundis, y a la vejez se ha metido a gallista confeso, dibuja imposibles quiebros con las banderillas a un imaginario toro berrendo o intenta el pase del celeste i mperio con una capa pluvial. Y las monjas enanas que pintó Valdés Leal para la serie sobre la vida de Santa Clara bailan a escondidas entre los callejones mudéjares del cenobio las sevillanas boleras: «Víctima de su valor,/ en la arena ha sucumbido/ el más grande lidiador/ que nuestra fiesta ha tenido.»
Porque José entró en la categoría suprema de mito, sin necesidad de un Chaves Nogales que le novelara su vida, justo cuando expiró en la destartalada enfermería de la plaza talaverana una primavera de 1920, poco antes de que Juan Manuel vistiera a la Esperanza de riguroso luto; las niñas cantaran por las esquinas en sus juegos infantiles los versos de Muñoz Seca «¡Gallito… el mejor torero!/ ¡El más artista! ¡El primero!/ El que aquel día nefando/ llegó a la plaza cantando/ las coplas del Espartero»; Muñoz y Pabón se ganara a pulso la pluma de oro y las mocitas suspiraran al recitar las rimas del malagueño Enrique López Alarcón: «Ven, pasajero, dobla la rodilla,/ que en la Semana Santa de Sevilla,/ porque ha muerto José, este año estrena/ lágrimas de verdad la Macarena.»
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