El autor en una imagen del libro. |
‘Figurones taurómacos’ es el libro que firmó el escritor Luis Uriarte en abril de 1.917. En él da su opinión, en broma y en serio, sobre los 27 diestros más destacados del momento. Y no podía faltar Rafael El Gallo, claro está...
EN BROMA
Ningún torero se presta como el Gallo a ser caricaturado pintorescamente; sin embargo, los puntos de mi estilogràfica reculan con temerosa indecisión, pues no aciertan a discernir entre la cuchuñeta y la seriedad. Lo que resulta jocoso en otros, en Rafael es melancolía, sentimentalismo, tristeza: es humanidad; lo grave, lo sentado, lo formal de Rafael, todo puede ser tomado a chacota.
Don Pío nos contó hace tiempo, en un libro admirable, que había simpatizado con el Gallo porque dice «dir», en lugar de ir, y no usa tirilla ni corbata; y Tomás Borrás, en una crónica no menos admirable, nos habló del meridionalismo y del pintoresquismo del torero gitano, de su decantado valor o miedo, según los auspicios, y de que aún gasta camisa con chorreras y no ahorra dinero, ni ciencia, ni salud.
Rafael nació torero: su ciencia y su arte son dones infusos. A los cuatro años, alternando con chavales de condición semejante a la suya, toreaba ya en las importantísimas plazas del Matute, Antón Martín, Santa Ana y otras, empecatadamente aliñado con un chaleco de luces de su padre, quien más de una vez babeó de satisfacción al contemplarle de tal guisa y apostura
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Es el mejor y el peor. ¡El divino calvo y el calvo de la espantá! Como él mismo dice, si el toro embiste bien, güeno; y si no... Eso de las espantás es mieo, pajolero mieo...
No entiende casi nada de nada que no sea cuestión de toros; pero en esta materia no hay quien le dé un picotazo en la cresta. Es también aficionado a los caballos, a los gallos y a la caza y apasionado en grado sumo del tabaco.
Ha sido factor activo en varias aventurillas amorosas, y al fin se gastó a sí mismo la pesada broma de casarse. ¿Quién no conoce los sainetescos amores o amoríos del Gallo con Pastora, la castiza y gentil bailarina?
¡Ahí De la media docena de cicatrices anotadas en su boletín sanitario, dos fueron causadas por arma blanca, no por asta de toro: en cierta ocasión, al ser cogido y volteado, se atravesó un muslo con el estoque; y en otra, al dar una espantada, se pinchó en el cogote, y menos mal que la cosa no pasó de un intento de descabello...
Rafael caricaturizado en la obra. |
EN SERIO
Rafael Gómez es el torero artista por excelencia: su toreo es la estética de la tauromaquia. Ejecuta con reposo, con desgaire, mostrando su prestancia; es elegante y grácil en el movimiento, plástico y armonioso en la línea; clásico y fastuoso en el estilo; y atrevido en la innovación. Lleva en sí la garbosa chulería de los madroños, la molicie lánguida y desidiosa del desierto y la gallardía y altivez del Guadalquivir.
Para explicar sus desigualdades, se le ha tildado de supersticioso, acaso infundadamente. Verdad que algunas pintas de toros las tiene atascadas entre ceja y ceja; pero no porque crea en agüeros y supercherías, sino porque conoce los diversos pelos de las ganaderías y sabe qué toros suelen resultar buenos y cuáles malos.
Se deja dominar fácilmente por el miedo, habiéndose dado el caso, allá cuando yacía postergado y carcomido por la usura, de que se haya negado a matar un toro después de habérselo brindado a todo un señor capitán general. Por aquel acto ingresó en la cárcel, adonde fueron a contratarle dos empresarios, que a poco le hacen más duradera compañía por disputarselo casi a puñetazos.
Rafael es prudente, modesto, afable, algo frío, un tanto melancólico, tan compasivo que peca de manirroto y más amigo de charlar de toros con uno de su- cuadrilla que de ridículas exhibiciones.
Su temperamento ha sido forjado en la fragua del infortunio; su corazón cursó en la escuela de la desgracia: es un escéptico.
Vióse casi solo en los días de necesidad, y alcanzó a comprender cuán poco da de sí la amistad de los hombres, la cual equiparó luego al amor de las mujeres.
Hoy deslumbra el brillo de los alamares de su casaquilla; pero él no echa en olvido los tiempos en que tenía los trajes de luces empañados por el orín y el espíritu ribeteado de tedio.
Como canta la copla,
«Para aprender á vivir
no hay nada como morir...
y resucitar después.»
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