Díaz-Cañabate. |
Javier Vellón ha elaborado el siguiente artículo.
Antonio Díaz Cañabate publicó en el número 49 de la revista El Ruedo (16 de mayo de 1945) un artículo a modo de contrición de su actitud ante Joselito. Es muy indicativo de la actitud de sectores de la plaza de Madrid hacia Joselito.
POR QUÉ SILBÉ A JOSELITO
Entre las muchas estupideces que comete la juventud, la más imperdonable de todas es la estupidez de la insuficiencia, el creerse superiores porque se ha aprobado el bachillerato y empiezan a nacer las ideas en la cabeza. Nos figuramos que estas ideas no so les han ocurrido a nadie, y el joven, en vista de ello, desprecia o mira por encima del hombro a los demás mortales. Esto, exactamente, me pasó a mí con Joselito.
Mi afición taurina fue muy precoz. Antes de tener uso de razón me llevaba mi abuelo a los toros. Entonces, en la desaparecida Plaza de la carretera de Aragón, habia palcos de sol y a los abonados a ellos se les permitía poner un toldo. Eran unos toldos de colorines. Bajo esos toldos, mis seis años abrían mucho los ojos para comprender lo que estaba pasando en el ruedo.
Y aprendí a ver toros antes de aprender a leer. De modo que cuando se presentó Joselito en la plaza de Madrid, yo, a pesar de mis pocos años, me consideraba aficionado viejo. Y decreté, sin considerar el buen éxito que consiguió el gran torero, que no pasaría de ser un torerito arregladito y compuesto.
Las profecías de los toros son muy peligrosas. Y no sólo por las razones por las cuales son peligrosas todas las profecías, sino porque el aficionado que la hace y no acierta se considera deshonrado si se desdice y reconoce sus escasas dotes proféticas. El que asegura que Fulanito no podrá ganar dinero con los toros y al cabo de dos o tres temporarias le ve pasar por la calle conduciendo un Rolls, sigue sosteniendo que aquel automóvil es un Ford disfrazado y que su propietario es un fachendoso que pidió dinero prestado para presumir de coche.
Joselito, desde sus primeras actuaciones, demostró sus enormes conocimientos, su pasmosa seguridad, su maestría, Y todo esto a los dieciséis años. Pocos más o menos los que tenía uno.
Y aquel chaval era un hombre que dominaba toros y multitudes, que mandaba y era obedecido. Y que en la calle, al cruzarla, tocado con su sombrero ancho y sus brillantes refulgiendo entre las chorreras de la rizada camisa, todas las mujeres volvían la cara para mirarlo. Esto era demasiado para los demás jóvenes, a los que ni siquiera nos dejaban salir de casa por las noches y a los que nos daban dos pesetas los domingos para los gastos de ia semana; lo tolerábamos con paciencia y con admiración. Y en vista de esto, con las dos pesetas nos comprábamos un pito, instrumento de nuestra ruin y miserable venganza. Y nos hinchábamos a silbar a Joselito.
Cuando pude darme cuenta de mi cruel majadería, me entró tal remordimiento que desde entonces no he vuelto a silbar a ningún torero.
Pues bueno; esto que me pasó a mí, y que con toda sinceridad he confesado, fue el reflejo de lo que le sucedió a buena parte del público que tuvo la fortuna, no estimada ni comprendida entonces, de ser espectadores de las hazañas de uno de los mayores maestros que ha tenido el arte del toreo. Hemos de confesar que Joselito, en la Plaza, era antipático. Siempre la suficiencia y la maestría son intolerables para el mediocre. Aquello de que a Joselito no le cogieran nunca los t oros, sacaba de quicio al honrado menestral. La facilidad con que ejecutaba todas las suertes del toreo, también.
En los tiempos de Joselito, yo estaba abonado a la andanada cuarta. Un poco lejos, pero en las corridas de postín costaba la entrada tres pesetas con veinticinco céntimos. Y como a los yeinte años los ojos son dos prismáticos y en la andanada cuarta, aun en agosto, siempre corría brisa, pues aquello era ideal. Mis vecinos y compañeros de abono eran todos hombres talludos. Don Carlos Arniches, los maestros de armas Angel Lancho y Afrodisio Aparicio y don Alfredo Sanz, hijo de un famoso tenor de zarzuela del siglo XIX, se sentaban a mi lado, en aquella para mí inolvidable andanada cuarta. Don Alfredo Sanz había visto a Lagartijo y a Frascuelo.
Fue frascuelista rabioso, como en aquella época eran todos los aficionados, rabiosos por Rafael y por Salvador. Dicen que en los toros lo bonito es la pasión. Tonterías. En cuanto un hombre se apasiona está perdido. Si la pasión es por una mujer, ésta lo maneja con un dedito. Si es por un torero, la nube pasional le impide juzgar la labor de los demás toreros. A la andanada cuarta íbamos aquel grupo, capitaneado por don Alfredo Sanz, dispuestos, pasara lo que pasara, a meternos con Joselito, porque nuestro torero era Vicente Pastor. Y empezábamos a meternos con él en el patio de caballos por si se había negado a dar la mano a un pelmazo que se la alargaba, como pidiendo una limosna.
El solo defecto de Joselito era la hora de matar. Mataba mal. Esto era suficiente para negarle sus enormes dotes de torero. Desde que se abría de capa empezábamos a gritarle:
—jSí, muy bonito, precioso, pero ya veremos a la hora de matar!
Joselito no nos oía. Estábamos muy altos. Pero a nosotros nos daba lo mismo. Cogía las banderillas, y esto nos indignaba.
-¡Para eso traes a Blanquet y al Almendro; usted es un matador de toros! ¡Si; ahora al quiebro, luego al cuarteo, luego al sesgo, magnífico; pero ya veremos con el estoque!
En la faena de muleta, casi siempre tragábamos quina en abundancia; pero nos frotábamos las manos de gusto, considerando que ya faltaba poco para entrar a matar. Cuando el público, subyugado y entregado por una de aquellas soberbias faenas, al verle perfilado para entrar a matar, chillaba «¡No, no!», el grupo de la andanada cuarta se levantaba como un solo hombre y vociferaba:
-Sí, sÍ, idiotas, cretinos; ahí está la verdad y no en las monerías y en los por alto! ¡Éntrale a matar! ¡A matar, a matar, que para eso ganas pesetas!
Y Joselito, con el brazo en alto, entraba a matar. ¡Qué alegría si señalaba un pinchazo! Estábamos vengados. Si cobraba la estocada, aunque estuviera colocada en la misma yema, decíamos que estaba atravesada o perpendicular o tendida. Y al dar la vuelta al ruedo, al pasar frente al 8, encima del cual se encontraba la andanada cuarta, Joselito oía, ¡oh, sí, estoy seguro que lo oía!, nuestros desdorados silbidos. "¿Qué pensarla de nosotros! Si no nos llamaba más que imbéciles, me doy por satisfecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.