La revista 'El Ruedo', de 20 de diciembre de 1.951, publicó en la sección 'Viejas Glorias', el siguiente texto dedicado a Rafael El Gallo a propósito de su asistencia al homenaje que en Barcelona se tributó al empresario de sus plazas, Pedro Balañá Espinós. La foto, correspondiente al citado acto, rebosa torería:
A la hora de ocuparnos de los viejos ídolos del toreo, acaso ninguno sea tan representativo como este Rafael "el Gallo", que reúne en sí las cualidades de ser al mismo tiempo hombre popular y torero genial; que hizo fortunas y las deshizo como Castilla hace con sus hombres; optimista en la certera oportunidad de un gesto, o en las proximidades de una guitarra que se alegra en las falsetas del cante chico... y enigmático en su toreo, hecho de revoleras y espantadas, o en las supersticiones que cambiaron tantas veces el rumbo de su vida; hombre capaz de despertar pasiones taurinas violentas por el irregular zigzagueo de su ánimo ante el toro y que tuvo siempre a flor de labio la frase ingeniosa, el gesto impar.
Y, en fin. Cuando tanto se habla de eso de la "personalidad", que tiene tantas definiciones como para hacer con ellas un tomo de 300 páginas, no hay duda de que ésta de Rafael "el Gallo" es auténtica. Inconfundible. Dentro y fuera de los ruedos nadie se le pareció, aunque muchos le imitaron. Es el gitano que cuando estaba en vena era capaz de pasarse un buen mozo por la faja y además —como en una histórica corrida regia en San Sebastián— volverse en cada pase, con un desplante torero, hacia el palco de los reyes para hacerles una venia, mientras los negros buriles de su enemigo intentaban cincelar la línea de su espalda...; y a renglón seguido, en medio de la más colosal faena, cuando cabalgaba borracho de esencias de toreo sobre las nubes de la fama, tiraba la muleta y el estoque y se arrojaba de cabeza al callejón con el mismo desaliento desesperado con que un náufrago se arroja al mar por huir de la muerte. Era tornadizo y garboso como la misma gracia.
Su vida de aventuras a los dos lados de la mar océana: sus amores, tan populares, que corrieron en copla y como letra de un pasodoble que popularizaron todos los corrillos infantiles de una España ingenua: su actuación en el toreo, todo ello evoca una época cercana en la cronología, pero remota en el ritmo del tiempo.
Si siempre ha habido diferencia entre el modo de entender las cosas entre dos generaciones consecutivas, podemos decir que entre la nuestra y aquella —la de nuestros padres— en que "el Galio" era figura, hay un abismo que parece de siglos. Tan lejanas nos parecen las perspectivas.
Tan lejanas, que parecen pertenecer a mundos distintos. Y con ello no nos queremos referir tan sólo al modo de entender el toreo, sino a la manera misma de entender la vida. Hay en la figura de "el Gallo", aplaudida en el ruedo de Barcelona, algo que nos trae recuerdos de aquellos años en que los que iban a la Plaza de toros no eran espectadores, sino aficionados; en que se tachaba de chicos, a poco que se descuidasen, los toros de treinta arrobas: en que la pasión de los tendidos se exteriorizaba con gritos de ronquera y bofetadas de escándalo, difícilmente contenido por los "guindillas", en cuanto toreaban juntas dos figuras rivales; tiempos de "pan y toros", en los que el traje de luces envolvía al "ídolo" en lugar de envolver, como ahora, a la "atracción".
Pero también y, sobre todo, tiempos más fáciles los de aquella época, en que la vida se podía hacer más amable; en las gentes había señorío; el mundo se miraba con menos odio y la técnica no asfixiaba los últimos restos de poesía que iban quedando por el mundo.
Por todo cuanto recuerda, y con nuestra mejor simpatía, traemos hoy a estas páginas al gran tipo impar que ha sido y es Rafael Gómez, "el Gallo".
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