Felipe Sassone |
El periódico ABC publicó el 8 de diciembre de 1.927 el artículo Se casa mi vecino firmado por Felipe Sassone. En él hace referencia a la casa que habitó Joselito en la calle Arrieta 12 de Madrid.
“Por estas escaleras del número 12 de la calle de Arrieta, donde se esparce mi tedio de vivir, va para nueve años que suben y bajan, alegrándola, los trajes recamados de los toreros. Cuando descienden, su presencia anacrónica y simpática, finge la salida de un baile de disfraz; el portero de librea saluda, ceremonioso, a las máscaras pálidas, que van en automóvil, camino de la plaza, hacia una danza mucho más trágica que un sarao. Cuando ascienden, en el estrecho recinto del ascensor, coloreados y brillantes, al través de los cristales biselados, que evocan la gigantesca lámpara de una iglesia, pienso en una fiesta religiosa, en El misterio de Elche, por ejemplo, con su izar de santos y de ángeles, al son de una música antigua y sagrada por cuya integridad armoniosa y melódica veló la cultura férvida de Óscar Esplá.
Calle Arrieta, 12 de Madrid. (Foto: http://festivalesdespa.blogspot.com.es) |
Hasta hace siete años, era Joselito, el Gallo, el maestro incomparable, quien subía a buscar el reposo para la fatiga de su taurómaca sabiduría. Un día llegó en una camilla con el dolor en la carne y la sonrisa en los labios; otro, subió por su pie, malhumorado y cejijunto, porque, en una hora de exaltación rencorosa, su público de Madrid se había olvidado de quién era, y tres días después fue subido en un féretro, que arrastraba una cauda humana y quejumbrosa de lamentaciones y de llantos.
En el amplio salón que hace esquina a la calle de San Quintín, abierto sobre la plaza de la Encarnación, ante el jardinillo recortado y simétrico, la fuente monorrítmica y los tres arcos, graciosos y negros, de la iglesia antigua, mirando a los fondos velazqueños y goyescos de la Moncloa, del Parto y del Campo del Moro, estuvo expuesta la capilla del lidiador inolvidable, y las danzarinas más famosas, las tonadilleras de más renombre, las que habían imitado en los tablados, al son de una música alegre, las actitudes estatuarias de su toreo y habían llevado a la plaza de toros, en su honor, el atavío castizo de la mantilla, como un palio sobre la peina historiada, y habían arrojado como beses de su boca, rojos claveles a la arena amarilla, formaron un rosario de dolor en torno al féretro y fueron un coro de lindas plañideras. Joselito, cadáver había vuelto a sonreír, en la serenidad de su último sueño, con aquella misma sonrisa melancólica que ha inmovilizado en el mármol de su monumento funerario el cincel de Mariano Benlliure. Desbordándose hasta la plaza de Oriente, hasta las inmediaciones del teatro Real, entre los ajetreados guardias a caballo, una multitud, compacta y ondulante, despedía al ídolo popular, en el mismo sitio y con la misma pena renovada con que hace treinta y siete años dijo adiós a ese ruiseñor humano que se llamaba Julián Gayarre.
Joselíto |
La casa de la calle de Arrieta se quedó desolada unos años, sobre los mármoles blancos de la escalera se cernía una sombra dee nostalgia, hasta que un lidiador joven, milagro de torero rubio, vino a habitarla, buscando acaso, para su suerte y su fama, la influencia de ultratumba del maestro glorioso. El aura popular rodeó también en su día al torerito joven, que se llamaba Antonio Márquez, en quien la afición madrileña puso sus esperanzas. Y éstas florecieron realidad en la elegancia reposada y cadenciosa de su toreo de capa y de muleta, que era como una bella teoría de enlaces. De repente el torero pareció olvidarse de si mismo: unos creían que había perdido el sitio, y otros, la afición. En la dejadez exquisita de su media verónica, en lugar de la gracia de otro tiempo, sólo ponía el joven maestro desgana y desdén. No era miedo era descuido del toro y del toreo; el artista, en verdad, llegaba a la plaza como un autómata vestido de oro, con el alma ausente. Antonio Márquez estaba enamorado, y no se acordaba ni de su arte, ni del público, ni de la muerte. Vivía en ese estado moroboso en que, según Pablo Bourget, quedan abolidos en nosotros, en nuestro pensamiento, en nuestro corazón y ennuestros sentidos, ambición, deber, pasado, porvenir, costumbres y necesidades ante la idea única de ser otro ser. La gloria, para Antonio, tenía ya nombre de mujer, y, en efecto, Ignacia Gloria se llamaba la morita que de tierras cubanas vino de la mano del destino, trayendo en los ojos la lumbre de un sol más ardiente y más nuevo para encender en el alma del torero un buen fuego de amor. Si en la morada para su cuerpo siguió Márquez el ejemplo de Joselito el Mago, en la morada para su alma siguió las huellas de Belmonte, el trágico, casado con una limeña, y, Colón de sus propios sentimientos, descubrió en tierras de América su felicidad. Sólo cuando toreaba con el ídolo de Triana, vencido de amor propio ante la ejemplaridad del fenómeno, buscaba Márquez en si mismo lo que no se le había perdido, y tornaba a ser el torero que fue cuando tenía libre el alma.
Antonio Márquez |
Joselito saliló de esta casa para la muerte; Antonio Márquez sale para el matrimonio. Da lo mismo. Y no es que piense el cronista en la terible verdad del verso leopardiano. Es que la boda significa el regalo de la juventud. Se ha de acabar a la fuerza el interés de las mocitas por el Don Juan de taleguilla bordada; aquellas mantillas y aquellos claveles, las mismas que se prendieron para José, los mismos que se abrieron para José, ya no pueden prenderse ni abrirse para Antonio; las cartitas perfumadas que llegaban como palomas, después de la corrida, no podrán volar ya, ni a esta casa ni a ninguna otra; pero el matrimonio nos devolverá al torero; conseguido el objetivo de la vida, aún sobra más vida, y hay que volver a vivir. Lista la confortable tibieza del nido, seguro el amor, el novio que va a ser marido, torna a pensar en si mismo, y ajsuta y firma, con aficionada codicia las corridas de la temproada venidera. De ellas habreá de volver el diestro a su casa seguido por un cortejo de aplausos, para que Ignacia Gloria, que le amó torero y torero ha de conservarlo, no se avergüence nunca de haberle puesto en las manos otra vez la muleta y el estique, que son el pan de los hijos probables.
Esta casa de la calle de Arrieta se vuelve a quedar triste, con su sombra de nostalgia cernida sobre las blancas escaleras de mármol. Antonio Márquez, mi vecino que se casa, sale de ella, en su salida postrera, con su indumento flamante de señorito: el torero rubio va a parecer un gentleman ataviado por un sastre de Londres; lucirá una chistera de ocho reflejos, que no sirve para brindar; un chaquet cuyas colas le afearían la actitud estatuaria del pase natural; unos guantes amarillos, con los cuales no puede poner sus incomparables banderillas; saldrá con un miedo desconocido, que no sintió nunca igual cuando iba vestido de luces, y se arrodillará, no para adornarse, como a la salida de un quite, sino para que un cura le lance a las barbas rasuradas la Epístola de San Pablo. Más tarde, toda la vida, Ignacia Gloria, en paréntesis de zozobra para su felicidad, se arrodillará muchas veces, llenos de lágrimas los negros ojos y de temblores la voz, como ante un espejo, ante una Virgen, morena como ella, a pedirle por la salud y por el triunfo del gran torero que nos devuelve".
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