Continuando con el tema iniciado hace una semana, publicamos el segundo y último artículo del catálogo de la exposición 'De seda y oro, plata, óleo o azabache... capotes con historia', celebrada en el Museo Azul de la Semana Santa de Lorca entre el 29 de septiembre y el 5 de noviembre del pasado año. La muestra fue comisariada por la Dra. María Verónica de Haro de San Mateo.
En esta ocasión firma el trabajo el crítico taurino Vicente Zabala de la Serna:
El capote de luto de Joselito: su historia
Año de confección: 1919
Sastrería: Uriarte
Perteneció a: José Gómez Ortega “Joselito El
Gallo”, Bernardo Muñoz “Carnicerito de Málaga”, Rafael de Paula, Antonio Ordóñez
y Antonio Bienvenida.
Propiedad de: Paloma
Mejías Gutiérrez
Capote de luto. |
Metí los dedos
entre las telas del capote de paseo negro de Antonio Bienvenida como Santo
Tomás en las llagas de Cristo redivivo. Incrédulo de su existencia resurrecta.
Sabía de su leyenda. Conocía, más o menos, su historia. Y quería tocar la seda
que envolvió al maestro de la torería y la naturalidad en su última tarde en
Carabanchel, un 5 de octubre de 1974. La deslumbrante oscuridad exterior de la
reliquia se vuelve rosa fucsia y caña adamascada en su reverso. La esclavina
desprende cierta luz luctuosa en sus bordados de azabache. Como hileras de
perlas de carbón.
Paloma Mejías,
calco genético de su padre, lo conserva en una pared blanca de su casa. Como si
fuera una mariposa negra clavada en la cal por los extremos de sus alas. Debajo
hay cuatro sillas de enea vestidas con viejos trajes toreros de oro gastado. El
terno verde botella, en concreto, refleja la sonrisa de un retrato al óleo que
cuelga en el otro muro del pasillo estrecho. Bienvenida y su sonrisa
imperecedera. La imagino imperturbable en el patio de cuadrillas de Vista
Alegre cuando Rafael de Paula reclamó la propiedad de la joya en la arrebatada
tarde carabanchelera. Rafael escaneaba con la mirada los pliegues sedosos, el
tejido ondulado como un mar de petróleo, la inconfundible elegancia de la
pieza, que le sonaba de antiguo. Antonio se percató de reojo. Y preguntó de
frente al gitano del jerezano barrio de Santiago si reconocía el capote. “Cómo no lo voy conocer, ¡si es mío!”,
contestó Rafael…
A la muerte de la
madre de Gallito, la señá Gabriela (Ortega), el 25 de enero de 1919, el Rey de
los toreros encargó a su sastre un capote de riguroso luto que mostrase en los
ruedos el dolor ingobernable. Y no sólo el capote.
Una cadena de
favores precedió como una estela adelantada las peripecias del capote hasta su
destino final. Rafael el Gallo cumplió con la promesa de su hermano, muerto dos
meses y medio antes en Talavera, y el 1
de agosto de 1920 concedió la alternativa
a Bernardo Muñoz “Carnicerito de Málaga” en la tierra de su apodo. Como
recuerdo de su apadrinamiento, el Gallo regaló a Carnicerito el capote negro
que había heredado de José.
Pasó el tiempo,
mucho tiempo. Tanto como para que la guerra incivil apuntillase la dorada Edad
de Plata del toreo en el 36. Carnicerito militó en la cuadrilla de Ignacio
Sánchez Mejías, y en la de Juanito Belmonte, y más tarde en la de Manolete, y
después en la de Álvaro Domecq. De su matrimonio nació en Jerez –curiosa cuna y
forja del torero de Málaga- Marina, que se casaría con aquel joven gitano de
piel cetrina que enamoró a Juan Belmonte en “Gómez Cardeña” con el cante de
fragua y bronce de su toreo: Rafael de Paula. En casa de los Muñoz, Paula veía
los brillos oscuros del capote de los Gallo como una llamada de lo antiguo. Su
suegro y apoderado atisbó en sus ojos la admiración deseosa, y en un acto de
desprendimiento madurado se lo regaló. Rafael, sin embargo, dijo que no, que
mejor sería que lo guarde usted, que aquí está bien, para qué moverlo, no vaya
a ser.
Cuando agonizaba la
década de los 50, vinieron mal dadas para Bernardo Muñoz. Antonio Ordóñez le
organizó un festival benéfico el 1 de abril de 1962 en “su” Malagueta. Uno de
los tantos gestos solidarios e impagables que perfilan el carácter altruista y
fraternal de los toreros. Carnicerito, en agradecimiento, obsequió a Ordóñez
con el capote de José. Como si la generosidad corriese como una chispa por un
reguero de pólvora, el maestro de Ronda colocó un eslabón más en la cadena de
favores. Antonio Bienvenida había respondido a su reclamo para torear el
festival que dirigía y como gratificación quiso que el capote negro de Gallito
fuese a parar a sus manos. Las manos que el 5 de octubre de 1974 lo acariciaron
por última vez ante la mirada incrédula de Rafael: “Cómo no lo voy a reconocer,
¡si es mío!...” “Lo era, Rafael, lo era”, respondió Antonio Bienvenida en el
patio de cuadrillas de Carabanchel sin perder la sonrisa imperecedera. El
capote negro de José envolvió el último paseíllo de su vida. Antonio murió exactamente un año después.
Vicente Zabala de la Serna
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