Felipe Sassone, peruano de nacimiento, encarna la definición de persona polifacética. Cultivó todos los géneros literarios y fue colaborador del periódico ABC desde 1922. Intentó ser cantante de ópera en Italia, vivió la mejor época de la bohemia parisina, y llegó a ser novillero cuando tenía 12 años con el seudónimo de ‘El Nene’. Ejerció la crítica taurina.
En su libro Casta de toreros (Madrid, ed. Pueyo, 1934), cuenta la siguiente anécdota protagonizada por él mismo, Rafael y Gaona en la plaza de la Barceloneta en 1920.
Volví pronto a España. Todavía el año de 1920, en Barcelona, por complacer a Eduardo Blasco y a Luis Castillo, empresarios a la sazón de la Barceloneta, salí en aquella plaza a matar un becerrote. Era más bien un toro enano regordío, que permaneció largo tiempo en los corrales. Alguien me aseguró que el hijo del gobernador civil le toreara algunas veces. Yo no lo creí; pero el becerrote me demostró que era cierto. Si no el hijo del gobernador, por lo menos un guardia municipal le había toreado. El bicho sabía latín, y de tal suerte adivinó mi miedo—¡yo lo tenía espantoso!—que se iba derechito a los burladeros, seguro de que nos encontraríamos allí. Entre Gaona, Rafael el Gallo y Chicuelo — vaya una terna de peones—no consiguieron, tras mucho pasarse, ponerle dos banderillas de una vez. Cuando empuñé estoque y muleta me dijo Gaona:
—No intentes torearle; mátale pronto y como puedas. Tú ya no estás puesto y el torete es de mucho sentido.
Lívido, encorvado, bailarín, le enseñé varias veces desde lejos el pico de la muleta. Rafael, prevenido a la salida de cada pase, intentaba volvérmele. El toro nos perseguía a los dos hacia las tablas.
—¡No puedo con él!—dije desalentado en medio de una silba atroz.
Rafael insistió:
—Si torea usted bien; si sabe usted torear; es que no se decide. ¡Como haga usted coraje!...
Y lo hice; pero sólo para entrarle a matar, derecho, a la desesperada. No sé cómo salí del embroque. La estocada quedó arriba y entera; pero el becerrote se fue a las tablas, a que lo descabellara, y el viejo pavor de mi recuerdo se sumó a mi miedo del momento. Rafael el Gallo tuvo que apuntillarlo de pie. Para suprema ironía, una presidencia de señoritas, que se había reído de mí, me otorgó la oreja. Debieran haberme cortado las mías.
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