El poeta. |
El poeta de la Generación del 27 Gerardo Diego (Santander, 3 de octubre de 1896 – Madrid, 8 de julio de 1987) se aficionó al mundo de los toros a los catorce años, el día que asistió por primera vez a una novillada. Fue precursor entre sus compañeros de movimiento en la composición de poemas taurinos. Ya en agosto de 1926 escribe, entre otros, Elegía a Joselito. Más tarde vieron la luz La suerte o la muerte – Poema del toreo, del que el cantaor Diego Clavel hizo una excepcional versión flamenca, y El Cordobés dilucidado.
Con motivo del VII aniversario de la muerte de Joselito se celebró en el Teatro Cervantes de Sevilla una velada necrológica el 16 de mayo de 1927. En ella estaba anunciado Gerardo, pero no pudo asistir.
El poema que nos ocupa dice así:
En las manos piadosas de Rafael, de Ignacio y de José María.
Lenta la sombra ha ido eclipsando el ruedo.
Ya grada a grada va a colmar la plaza.
vino triste de sombra, vino acedo
El torero. |
tiñe ya casi el borde de la taza.
Fragilidad, silencio y abandono.
Cobra el gentío un alma de paisaje
mientras siente el torero hundirse el trono
y apagarse las luces de su traje.
¿Y para qué seguir? La gloria toda
no redime un azar de aburrimiento.
Lo mejor es dormir –ancha es la boda-
Largo y horizontal a par del viento.
Un lienzo vuelto, una última voz –toro-,
un gesto esquivo, un golpe seco, un grito,
y un arroyo de sangre –arenas de oro-
que se lleva –ay, espuma- a Joselito.
José, José, ¿por qué te abandonaste
roto, vencido, en medio a tu victoria?
¿Por qué en mármol aún tibio modelaste
tu muerte azul ceñida de tu gloria?
Cinta ya fugitiva, nada vive
de tus claros millares de faenas.
Y resbalan memorias en declive
igual que de las manos las arenas.
Los quince años, espigado tallo,
juego y donaire y esbeltez gitana.
Un nuevo Faraón –cresta de gallo-,
ágil la línea y fresca la mañana.
Y una tarde –heredada prenda, el ángel-
aquel beso en la frente decisiva
sellando –era la feria del Arcángel-
la ceremonia de la alternativa.
Y después, cuántos largos esplendores
Sobre efímeras llamas de toreros.
Ojos, bocas. Los palcos tentadores.
Sur de mantillas, norte de sombreros.
La verónica comba, el abanico,
la larga caligráfica y precisa,
El galleo –a los hombros el hocico-
y el arrancar –trofeo- la divisa.
El quiebro repetido, el par al sesgo
o en diametral oposición forjado,
dibujando en la arena, a flor de riesgo,
un radiante teorema entrecruzado.
Y la embriaguez, tú con el bruto a solas,
olvidado de Dios y de la vida,
hasta triunfar sobre las ciegas olas
del corvo instinto la invisible brida.
Y las órbitas rojas de los pases
ceñidas siempre en torno a tu cintura,
y el fulminar tu espada en tres compases
una vida burlada en escultura.
La lidia toda, atada y previsora,
sabio ajedrez contra el funesto hado.
Gesto de capitán, cómo te llora
la cofradía del aficionado.
Y todo cesó, al fin, porque quisiste.
Te entregaste tú mismo; estoy seguro.
Bien lo decía en tu sonrisa triste
tu desdén hecho flor, tu desdén puro.
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