El
escritor Wenceslao Fernández –Flórez publicó en el ABC del 16 de abril de 1917
un excelente reportaje en torno a la figura de Rafael horas antes de salir para
la plaza de Madrid, donde toreó el día anterior. Ofrecemos varios fragmentos
del texto.
RAFAEL
TOREA ESTA TARDE
En el hall del Palace Hotel á esta hora del
mediodía, no hay más gente que la que rodea al torero. Rafael el Gallo,
cetrino, menudo, vestido de gris, se acomoda en un sillón de bejuco, cerca de
un velador lleno de copas donde aún brilla, el tono granate del vermut. Después
de nuestra llegada hay un silencio. Alguien dice:
—¡ Mal anda el tiempo ¡
Rafael mira
las cortinas que restallan sobre la cúpula de vidrios del hall. Bosteza, Luego
nos asegura que á él lo que más daño le hace es el frío. Una voz insinúa que,
en efecto, nada hay más terrible que el frío. Volvemos á callar. Pepe Lañas
ofrece al torero un estuche que contiene una botonadura de filigrana, regalo de
un ganadero salmantino que ya falleció. Se hacen uno vagos comentarios
—Es muy torera.
—Tan sólo hay
un platero que la fabrique en Salamanca.
—Me la pondré
hoy. […..]
Lo primero que vemos en el cuarto de Rafael, al
entrar, es un chino. Despuég resulta que es el propio Gaílo. De espalda, con un
amplio pijama azul, la calva y la trenza colgante, la ilusión fue perfecta.
Antonio, el mozo de estoques grueso y maduro, locuaz, todo de gris gorra y
traje y pelo, va y viene. El Sr. Gómez se dispone, al fin, á vestirse. Mientras
se descalza entablamos un breve diálogo. Porque nosotros comprendemos que
nuestro deber es hablar de los toros con cierto entusiasmo. Antonio explica que
los de la corrida 'anterior eran muy grandes.
—¡ Claro—balbuceamos- con es nuevo reglamento!
—Sobre todo, señores—dogmatiza Rafael, arrancándose
los calcetines—, que los toros han de ser mirados como los caballos de
carreras: tienen que tener sangre, finura... Nos echan toros normandos...
Se interrumpe para dolerse de que el humor herpético
de la cabeza ee le haya bajado á las piernas; las frota y hace caer una sutil
caspilla. Ponemos un gesto de compunción. Antonio asegura que aquello es
conveniente. Tranquilizados ya, proseguimos :
—i Ese reglamento! (damos un hondo suspiro). ¡Mire
usted que suprimir la suerte del coleo ; tan bonita como era!
El mozo de estoques nos mira con alguna extrañeza;
nlos ruborizamos, porque, pese á nuestra ponderación, no sabemos lo que pueda
ser la suerte del coleo. De esta vergonzosa sensación de ignorancia pasamos
bruscamente a una sensación de estupor. El desnudo pie del Sr. Gómez se ha
alzado hasta apoyarse en el asiento de una silla, y estamos en presencia del
juanete más pujante y lozano que pudo existir jamás.
-¡Todo es grande en este hombre!-pensamos,
retirándonos un poco para dejar espacio en la habitación a las evoluciones del
juanete.
El diestro se faja los pies con meticuloso cuidado;
se pone unas medias de lana, luego otras de seda, después se calza las
zapatillas; la formación simétrica de los lazos le preocupa hondamente; moja sus
dedos en la boca para facilitar la operación; á fuerza de saliva, los lazos
quedan correctísimos. Entonces, el torero se enfunda en el pantalón y se acerca
á mirar el cielo, tras los cristales.
Miramos también. Un entierro pasa á lo lejos, junto
al hotel Ritz. ¿Lo vio este hombre supersticioso...? Si lo vio, esta tarde, los
que asistan á la corrida, tendrán ocasión de presenciar las espantás. […]
—Rafael, ¿nos vamos? Van á dar las tres y media ya.
Rafael se
pone la chaquetilla sobrecargada de oro. Aún graniza. Frente á las ventanas del
hotel hay un coche parado. El cochero, oculto bajo el paraguas, fuma con
filosofía. Detrás de él, burlonamente, las esferitas blancas brincan y
repiquetean sobre el charol del carruaje.
—Vamos allá.
Salimos apelotonados, para que la gente que haya en
el hall pueda apreciar que somos muy amigos del Sr. Gómez, al que algunos
llaman también el Gallo.
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