domingo, 4 de febrero de 2024

RAFAEL CUMPLE 75 AÑOS

La revista 'El Ruedo' conmemoró el 75 aniversario del nacimiento de Rafael publicando un extenso, y curioso, reportaje en su número 683 de 25 de julio de 1957. Firmado por Francisco Serrano Anguita, ya había visto la luz días antes en 'Hoja oficial del lunes':

Rafael con unos partidarios. (Foto: El Ruedo)

«Si estoy en Madrid, no faltaré al homenaje que piensan ofrecerle a Rafael Gómez el Gallo con motivo de sus primeros setenta y cinco años. El famoso torero nació en nuestra villa el 17 de julio de 1882, y sigue tan flamenco y desconcertante como en la juventud. He sido gran admirador de su arte y figuro entre sus amigos, aunque solemos vernos muy de tarde en tarde. Siempre han de volver presentármelo, pues él es bastante desmemoriado y yo no frecuento las tertulias taurinas. Sigo mis costumbres de revistero en La Mañana, el semanario que fundó el insigne Manuel Bueno y que dirigió después don Luis Silvela. 

 Durante los dos años que ejercí la critica —de algún modo hay que llamarla— sólo tuve un amigo profesional, y no de los más brillantes: Remigio Frutos, el Algeteño, sobrino de aquel Ojitos que fue maestro y mentor de Rodolfo Gaona. Remigio, muerto no hace mucho tiempo, era un gran tipo y una gran persona. Había sido alcalde en Algete. su pueblo. Luego se hizo picador de reses bravas y acabó matando novillotes de media casta en la placita de Tetuán de las Victorias. En El Algeteño se compendiaron todas mis amistades con la torería de la época. A Manolo Bienvenida, El Papa Negro, del que asimismo fui entusiasta, lo conocí a bordo del vapor María Cristina, en un inolvidable viaje de regreso de Cuba a España, en el que nos acompañaba el eminente actor don Enrique Borrás. Y ni entonces ni luego supo Manolo que yo era aquel Ballestilla que le consagró tantos ditirambos en prosa y en verso..., porque uno cambiaba a veces la seda tersa del estilo llano por el percal ripioso de unos malos sonetos o de unas pésimas octavas reales. 

Volviendo a Rafael, tampoco busqué su trato,, y eso que él me envió una fotografía con esta magnífica dedicatoria: "A mi estimado admirador Ballestilla. Rafael Gómez, el Gallo." Y en cuanto a las presentaciones, ya he dicho que fueron múltiples, y debo añadir que se iniciaron del modo más pintoresco.

Alejandro Pérez Lugín, luego célebre novelista, y en 1910 notabilísimo reportero de El Mundo, modelo de críticos de tauromaquia y gran maestre de la orden del gallismo en todas sus ramas —la disciplinada y subalterna de Fernando, el mayor de los tres hermanos; la pinturera y garbosa de Rafael y el tierno brote de Joselito, ya triunfador en su aprendizaje de becerrista—, había hecho de mi una especie de edecán de su grupo, a lo que yo me sometía gustoso por el afecto que nos ligaba y porque así iba adiestrándome en el oficio periodístico. Lo que no conseguía Lugín era unirme al cortejo del divino calvo. Siempre que intentó llevarme a las reuniones del partido tropezó con mi obstinada negativa, porque no quise que mi devoción al torero en la plaza se quebrantase con el conocimiento del torero en la calle, en el café o en la taberna. Un día, sin embargo, no pude resistirme a los deseos del jefe. Se había celebrado en Madrid una corrida en la que Rafael quedó... una mijita desiguá. 

La desigualdad consistió en cubrirse en el primer toro y dar el mitin en el segundo. Un mitin previsto desde que el bicho salió de los chiqueros y afrontado con la serenidad que El Gallo ponía en tales espectáculos. Ni dio ningún lance, ni siquiera quiso divertirnos con sus habituales espantás. Limitóse a ver cómo trabajaban sus peones, y cuando llegó la hora de matar, apenas si desplegó la muleta. "Yévatelo p'ayá." "Córrelo a este lao." "Sácalo de las tablas." "Tráemelo al dos"... La gritería era espantosa. Llovían almohadillas sobre la arena y el coso amenazaba hundirse a impulsos de la indignación del gentío. Rafael, impávido, como ajeno al tumulto, iba de un lado para otro, contoneándose y a pasitos cortos — "Con mucha repajolera grasia, sí señó", decían sus partidarios—, y de vez en cuando miraba al palco presidencial, haciendo al usía señas y guiñadas, como si le dijera: "Pero, hombre de Dios, ¡que ya es hora de que salgan los mansos!..."

 Y salieron. ¡No habían de salir! El toro se fue vivo a los corrales, porque ni siquiera le arañó el estoque del diestro. Refugióse éste en el callejón con aire de resignada condolencia, y ya no pudo asomarse al ruedo sin que le persiguieran los denuestos de la colérica multitud. 

No hay que decir cómo abandonamos la Plaza los infortunados gallistas. Péréz Lugín —Don Pío para la afición— iba ronco de replicar a los que le increpaban en gradas y tendidos: "¡A pesar de todo, el mejor! jKi-ki-ri-ki! ¡El mejor! ¡Ey, carballeira!" Y ya fuera del coso, todavía gritaba, entre la riada de los comentaristas del desastre: "E1 mejor!... ¡Siempre el mejor!... ¡Hasta en loe fracasos!... ¡Nadie fracasa como él!..." Porque él fracaso no podía negarlo el bueno de Alejandro, y de ello se valió para torcer mi voluntad de independencia. 

 —Mira, niño —me dijo—, hoy no puedes negarte a venir a saludar a Rafael. En los malos trances se conoce a los amigos. Esta tarde no habrá en la fonda mangantes ni pelmazos que vayan a beberse unas copas con el héroe y a pedirle un par de duros. Únicamente estaremos los cabales, los de verdad, y tú tienes que ir. Te agradecerá mucho la visita. 

 ¡Por fin iban a presentarme al Gallo! Entramos en el antiguo hotel de Roma, de la calle del Caballero de Gracia, y subimos a la habitación del ídolo. Aquello parecía un velatorio. Tendido en la cama yacía el torero, con una camiseta de color rosa y unos calzoncillos de céfiro listado que partían los corazones. Sobre la blancura de la almohada, su cabeza era como un barro cocido, y la coleta, en desorden, fingía ser la aureola del mondo cráneo. Fumaba Rafael un largo veguero, del que arrancaba densas bocanadas de humo- para lanzarlas estoicamente al cielo raso. Rodeando el lecho, los cabales: unos graves caballeros y ocho o diez gitanos de los que constituían el séquito de Rafael. Caras cetrinas, tufos aceitosos, pupilas negras y llameantes; éste con un clavelito sobre la, oreja, aquél , dándole vueltas al ancho sombrero mugriento, el de más allá jugueteando con la vara de mimbres de Antonio Torres Heredia... Y los comentarios: 

-Er toro achuchaba por los dos laos... El (Gallo, chupando con deleite su cigarro, lanzaba un chorro de humo y argüía: 

-Que he estao mu malo... 

-¡A un bicho azín no había máz que ejarlo que ze lo yevazen! 

-Yo no me opuse: pero he estao mu malo... 

-Er público, no sabe lo que píe..: ¿Qué se iba a jasé con un renegao que embestía p'atrás? 

 Y el retornelo de Rafael: 

-Que he estao mu malo, mu malo... Hubo un largo silencio y nadie se atrevió a romperlo. Don Pío, muy en su papel de introductor de embajadores, avanzaba ya hacia la cabecera de la cama. Seguíale yo con timidez no exenta de curiosidad. Y entonces surgió la voz honda y cavernosa de un viejo cañí que se había acurrucado en un rincón de la estancia y evocaba el nombre del toro que fue a los corrales: 

-¡¡¡Y se yamaba Madroño!!!... 

 Volvióse el maestro hacia el individuo, hizo uno de sus guiños característicos, dio una larga fumada al tabaco y contestó con sonrisa picara: 

 —Por mí se yama toa vía. 

 Ya no hubo presentación, porque me acometió la risa, y para soltarla a mis anchas salí huyendo del cuarto y eché escaleras abajo, sin atender a las voces de Pérez Lugín, que venía tras de mí haciendo coro a mis estruendosas y repetidas carcajadas. Y asi fue cómo se malogró mi primera presentación al divino calvo.

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