miércoles, 9 de junio de 2021

ALFONSO NAVALÓN Y EL SOMBRERO DE RAFAEL

 En una espléndida crónica, publicada el 14 de diciembre de 1965 en la revista El Ruedo, el crítico Alfonso Navalón recuerda su encuentro con Rafael.

Y me acordé de Rafael... de un 8 de diciembre de 1955, en Sevilla, cuando iba la tuna a rondar nada menos que a una Princesa de España. Pero en la calle de Tetuán estaba la famosa calva de Rafael tras las cristaleras del viejo café. Y la tuna llegó tarde a cantarle a la princesa. Llegó tarde porque en la escalinata de mármol las notas toreras de Gallito tuvieron, en laúdes y guitarras, todo el cascabeleo de la picaresca del XVII. Y yo, que no conocía a El Gallo más que de verlo en las viejas revistas que guardaba mi padre, hablé de un torero hecho y misterio en mi imaginación de niño, con la emoción de tenerlo enfrente.

Rafael conmovido se levantó de su tertulia, dejó el puro y el cigarro y me abrazó. A Rafael debió sorprenderle mucho que un estudiante de Salamanca supiera cosas de hace treinta años. A Rafael, en esa triste decadencia física, en que los hombres ilustres (¿no fue El Gallo un ilustre torero?) se refugian en la gloria pasada y tal vez perdida, se le «rompió el alma», oyendo la semblanza de Joselito, El Sabio, y de Juan, el Trágico y de Rafael, la Eterna Paradoja del Toreo. Rafael (despilfarrador del arte y del dinero) dijo: ¡Si yo fuera rico le regalaría ahora mismo un cortijo... pero quédese usted con este sombrero que llevo puesto...! Y me dio el ancho, color avellana, entre sevillano y cordobés, verdadera reliquia en estos tiempos, donde apenas se ven sombreros antiguos, sustituidos ya por la comodidad del ala y la copa recortada, al estilo que trajo Álvaro Domecq...

«Los toros buenos —me decía una de las cuatro noches que hablamos sin tasa— son como las buenas mujeres. ¡Hay que mimarlos! Y los malos, como las malas hembras, ¡a guantás!... ¡Pero qué crimen maltratar a un toro bueno!...»



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