En una espléndida crónica, publicada el 14 de diciembre de 1965 en la revista El Ruedo, el crítico Alfonso Navalón recuerda su encuentro con Rafael.
Y me acordé de Rafael... de un
8 de diciembre de 1955, en Sevilla, cuando iba la tuna a rondar nada menos que
a una Princesa de España. Pero en la calle de Tetuán estaba la famosa calva de
Rafael tras las cristaleras del viejo café. Y la tuna llegó tarde a cantarle a
la princesa. Llegó tarde porque en la escalinata de mármol las notas toreras de
Gallito tuvieron, en laúdes y guitarras, todo el cascabeleo de la picaresca del
XVII. Y yo, que no conocía a El Gallo más que de verlo en las viejas revistas
que guardaba mi padre, hablé de un torero hecho y misterio en mi imaginación de
niño, con la emoción de tenerlo enfrente.
Rafael conmovido se levantó de
su tertulia, dejó el puro y el cigarro y me abrazó. A Rafael debió sorprenderle
mucho que un estudiante de Salamanca supiera cosas de hace treinta años. A
Rafael, en esa triste decadencia física, en que los hombres ilustres (¿no fue
El Gallo un ilustre torero?) se refugian en la gloria pasada y tal vez perdida,
se le «rompió el alma», oyendo la semblanza de Joselito, El Sabio, y de Juan,
el Trágico y de Rafael, la Eterna Paradoja del Toreo. Rafael (despilfarrador
del arte y del dinero) dijo: ¡Si yo fuera rico le regalaría ahora mismo un
cortijo... pero quédese usted con este sombrero que llevo puesto...! Y me dio el
ancho, color avellana, entre sevillano y cordobés, verdadera reliquia en estos
tiempos, donde apenas se ven sombreros antiguos, sustituidos ya por la
comodidad del ala y la copa recortada, al estilo que trajo Álvaro Domecq...
«Los toros buenos —me decía
una de las cuatro noches que hablamos sin tasa— son como las buenas mujeres.
¡Hay que mimarlos! Y los malos, como las malas hembras, ¡a guantás!... ¡Pero
qué crimen maltratar a un toro bueno!...»
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